Abril de 1984
Sensación de provisionalidad. Me siento en el borde de la silla en vez de tomar asiento de verdad, posando cómodamente las nalgas: una nerviosa forma de ser. Incapaz de tumbarme en un sofá, dejar la cabeza en blanco mientras me mantengo en una posición cómoda, relajada. Llego tarde y cansado del trabajo. No consigo ganar espacios para mí. A pesar de que hace casi dos años que vivo en esta casa, aún no me he acostumbrado a considerarla mía, sigue sin ser mi casa, mi sitio. Ni siquiera estoy a gusto cuando me encierro en la habitación que arreglé, ajustándola a mis necesidades y mi gusto, silenciosa, soleada, animada por el verdor de las plantas. Todo me parece provisional, desordenado, revuelto. Nada encaja en su lugar, las cosas invaden espacios que no les pertenecen. La mesa de trabajo está ocupada por montones de papeles revueltos y de libros pendientes de lectura. Las semanas se escapan volando, no me da tiempo a poner un poco de orden en este caos, a reflexionar, a concentrarme, a ocupar la geografía doméstica, ni, por supuesto, la otra geografía, la mía propia, la geografía íntima, sea lo que coño sea eso: me siento incapaz de colonizarme a mí mismo, un ser plural, a la deriva, cada una de cuyas partes parece escapar de estampida en dirección distinta a las otras. Así, ¿cómo escribir, si todo está en suspenso, a la espera de alguna forma de normalidad?
En el amor, hay que ver qué prisa se da uno por cargarse de recuerdos comunes: libros, discos, lugares, mots de famille: como si no fuera precisamente toda esa ganga la que te hace pagar un elevado precio a la hora de la ruptura. Una vez que la historia de amor se acaba, esos objetos, sonidos, lugares o caras que viste u oíste con la otra persona, lo que oliste y palpaste, te persiguen por todas partes, te asedian y te impiden levantar cabeza. Te acercas a la librería, vas a extraer un libro del estante, y ahí está el que a la otra persona le gustaba. Abres la puerta de la nevera y las fresas o el filete de ternera, lo que sea que ves allí dentro te pone en contacto con ella, con un gesto suyo, con una frase que dijo: te la traen, la ponen delante de ti, se interfiere entre tú y el resto del mundo.
Y no hay que olvidarse del doloroso peso de los olores -el recuerdo de los olores- en cualquier separación, y en la construcción de otra historia sentimental. El cuerpo que ahora abrazas no huele como el de la otra persona, nadie huele igual que nadie. Y esa visión que te excitaba tanto y cuyo disfrute parecía el inicio de tu curación, de repente se te vuelve desagradable, repulsiva, casi siniestra, porque al abrazarla te ha llegado el olor, que en nada se parece al que esperabas, el de ese otro cuerpo que acaba de abandonarte y buscas.
Si la reflexión parece una actividad de obligado cumplimiento en cualquier asunto de la vida, en el fracaso amoroso resulta inútil y hasta peligrosa: no pensar es una forma de curarse. Conseguir una hora sin que te asalte la imagen del otro, sin darle vueltas a cuanto viviste con él, supone todo un éxito.
Rafael Chirbes. Diarios. A ratos perdidos 1 y 2. Barcelona: Anagrama, 2021. pp. 63-64