1926
25 DE DICIEMBRE
Me resigné a arreglármelas con el poco ruso que soy capaz de farfullar y a no aprender más, porque necesito todo mi tiempo aquí para otra cosas: para traducir y para mi artículo. Si alguna vez vuelvo a Rusia, solo será si aprendo la lengua previamente. Pero por ahora no tengo ningún plan de ataque para el futuro, así que tampoco está tan claro: en otras circunstancias aun más desfavorables que las actuales, las cosas podrían ponerse demasiado difíciles para mí. Como mínimo, antes de un segundo viaje a Rusia, debería conseguir un importante apoyo literario y financiero. El hecho de no saber ruso nunca fue tan molesto y embarazoso como el primer día de los festejos navideños. Estábamos sentados a la mesa con la compañera de habitación Asja; yo había puesto el dinero para un pavo, lo cual había sido un motivo de discusión entre Asja y yo unos días antes. Entonces llegaron los platos con una porción de pavo cada uno. Estaba malo, duro. Comimos en una mesa de escritorio alrededor de la cual había entre seis y ocho personas. Solo hablaban en ruso. El entrante frío, un pescado preparado a la manera judía, estaba rico, y la sopa también. Después de comer me fui a la habitación contigua y me dormí. Al despertar, me quedé un buen rato en el sofá, muy triste, y se me aparecieron imágenes, como me solía suceder a menudo, de mi época de estudiante cuando iba a Seesshaupt desde Múnich. De vez en cuando Reich o Asja intentaban traducirme algunas partes de la conversación, pero eso hacía que fuera doblemente agotador.
Estuvieron hablando de un general que había formado parte de la Guardia Blanca y que había mandado ahorcar a todos los miembros del Ejército Rojo capturados durante la Guerra Civil y al que ahora le habían dado un cargo de profesor en la Academia de la Guerra. Estaban discutiendo sobre cómo juzgar el asunto. La más ortodoxa y fanática era una joven búlgara. Al final nos fuimos, Reich y la búlgara iban delante y Asja y yo los seguíamos. Yo estaba absolutamente extenuado. Ese día no funcionaban los tranvías. Y como Reich y yo no podíamos acompañarlas en autobús, no nos quedó más remedio que hacer a pie el largo camino hasta el segundo MKHAT. Reich quería ver allí La orestíada, con la intención de recabar material para su artículo «La contrarrevolución sobre el escenario». Nos dieron asientos en la segundo, en el centro. El aroma de perfume me dio la bienvenida apenas entramos en la sala. No vi a ningún comunista en camisa azul, pero sí a algunos tipos que parecían salidos de un álbum de Georg Groz. Toda la representación tenía un aire casposo de teatro cortesano. El director no solo carecía de cualquier destreza profesional, sino que no se había procurado la más mínima información necesaria para poder abordar la tragedia de Esquilo. Por lo visto, un insulso helenismo de salón basta para dejar satisfecha a su pobre capacidad imaginativa. La música sonó casi ininterrumpidamente, sobre todo mucho Wagner: Tristan, la música del fuego mágico.
*Walter Benjamin. Diario de Moscú 1926/1927. Buenos Aires: Ediciones Godot, 2019. pp. 67-68