HA venido esta mañana muy temprano el cartero a traerme una carta de X. Al tiempo, me ha dado a la firma un escrito de no sé qué, y me ha pedido un donativo para reparar la campana de la iglesia. Me aseguro de que es para llevarla a fundir y no para poner tubos de neón en el retablo, pero he tenido que echar tierra al asunto: vi en sus ojos un brillo fluorescente: seguramente expondrá esa idea con entusiasmo en la próxima junta parroquial. Luego le he visto alejarse con un halo eléctrico iluminándole la cabeza y yo me he ido a leer la carta de X.
La escribe desde una provincia y me habla de la provincia. Me cuenta con tristeza las tentativas para publicar sus libros, sus artículos, que le rechazan. No es lamentación. Se ve que es un desahogo. Seguramente la provincia la ve como una patraña, eso que se han inventado tres o cuatro de Madrid conchabados con dos o tres de provincias.
Pienso en su existencia tan pura, cargándose de unos posos negros que nunca sospechó cuando su vida era un mosto joven. Y pienso por contraste en esos dos o tres califas avinagrados que están todo el día con la matraca del exilio, de Marruecos o de París.

Si se admite que la única patria de un escritor es su lengua, se admitirá también que el suelo de un escritor no son unas calles o un paisaje. El único suelo donde un escritor pisa seguro es una página impresa; el único perfume que le seduce es el de la tinta. El único exilio: las papeleras de las redacciones. Lo demás es exhibicionismo.
Cuando alguno de esos escritores se sube al minarete y empieza a llorar y gimotear, me extraña que todos seamos testigos indiferentes del espectáculo. Tienen las planas enteras de los periódicos; la televisión donde indefectiblemente aseguran sentirse solos, incomprendidos, marginados; les editan y les traducen. Para tenerlos contentos los premian. Si encima se van a la cama regularmente con sus amantes y no tienen el hígado podrido, ¿de qué se quejan? ¿Por qué lloran tanto?
Se ve que tienen en el discurso de la periferia un buen negocio, como esos derviches que han comprobado que viven mejor de vender baratijas a los turistas que de hacer la guerra santa…
He tomado papel y pluma para contestarle. ¿Qué le podemos decir a alguien que es inteligente y que ha fracasado? «Querido amigo:» Y estas palabras me han parecido una despedida, porque todas lo son para un ser solitario.
*Andrés Trapiello. El gato encerrado (Diario 1987). Valencia: PRE-TEXTOS, 2010 [1998]. pp. 22-23