1953
II
Lunes
Tras un viaje de dieciséis horas en autobús desde Buenos Aires (bastante soportable a no ser por los tangos que vomitaba sin parar el parlante), me encuentro entre las verdes colinas de Salsipuedes con un libro de Milosz bajo el brazo; su título: El pensamiento cautivo. Como ayer llovía a cántaros, hoy estoy llegando al final de mi lectura. Así que este ha sido su destino, su suerte, su camino, mis antiguos conocidos, amigos, compañeros de la Ziemianska o el Zodiak; yo aquí y ustedes allí, es así como se de definido y ha quedado al descubierto la situación. Milosz relata la historia del fracaso de la literatura en Polonia con habilidad y yo atravieso veloz y fluidamente ese cementerio con su libro, igual que dos días atrás corría en mi autobús por la ruta asfaltada.
¡Qué ruta tan espantosa! No me horroriza el que tempora mutantur, me horroriza el que nos mutamur in illis. No me horroriza el cambio de las condiciones de vida, la caída de Estados, la destrucción de ciudades y otros estallidos imprevistos que brotan del seno de la Historia; pero el hecho de que el hombre que yo conocí como X de repente se convierta en Y, que cambie de personalidad como de chaqueta y que empiece a actuar, hablar, pensar y sentir en contra de sí mismo, esto sí que me llena de temor y confusión. ¡Qué falta de vergüenza tan terrible! ¡Qué final tan ridículo! ¡Convertirse en el gramófono en el que han puesto un disco con la inscripción «His master’s voice«, la voz de su amo! ¡Qué destino más grotesco el de estos escritores!
¿Escritores? Nos ahorraríamos muchas desilusiones no llamando «escritor» a cualquiera que sabe «escribir»… Yo conocía a estos «escritores»: eran por lo general personas de inteligencia poco profunda y horizontes bastante estrechos, que en los tiempos que yo recuerdo no llegaron a ser alguien…, por lo que hoy, de hecho, no tienen nada que sacrificar. Estos cadáveres vivientes se distinguían por la siguiente característica: les resultaba fácil fabricar su propia postura moral e ideológica, ganándose de esta forma el aplauso de la crítica y de una parte importante de los lectores. Ni por un momento creí en el catolicismo de Jerzy Andrzejewski y, tras haber leído unas cuantas páginas de su novela, saludé en el café Zodiak a su cara sufrida y espiritual con una mueca de tan dudoso significado que el autor, ofendido, rompió inmediatamente su relación conmigo.
Witold Gombrowicz. Diario (1953-1969). Buenos Aires: El cuenco de plata, 2017. pp. 30-31