Cuaderno 16, 9 de abril, 1959
Pienso y pienso y siento que tengo en la cabeza un gran merengue revuelto, respecto a la novela y a mis propias ideas. Desde luego, tengo que darme cuenta de que no debo filosofar en ella. La filosofía no es mi fuerte, no soy Murena. Mi fuerte, en cambio, es hacer personajes vivos y dramáticos, que tienen aliento y vigencia. Esto debo considerarlo en forma muy importante, porque si no, me voy a desbarrancar. No quiero, no debo hacer lo que no soy. Debo, sobre todo, ser sincero. Sin eso no hay nada, la forma más fácil y más común de no existir, de no vivir, es el no ser sincero. Me da un poco de temor, no tengo la valentía que se requiere para conformarse con no vivir.
¿Qué debo decir en esta novela, claramente?
Quiero decir que existen dos maneras -las dos basadas en el miedo a la muerte- de escapar del destino absurdo que es la vida: uno, el del padre que consiste en fabricarse una torre de marfil, y al verla quebrarse, fabricarse una torre de barro entregándose a todos lo impulsos.
No, esto no está bien. No estoy pensando claramente. ¿O sí? ¿Es eso? No voy a hacer absolutamente nada más en esta novela hasta que no aclare bien mis conceptos, porque de otra manera me va a resultar un bodrio, fácil y vago y poético-realista.
Básicamente, sigo la trayectoria de un ser que sufre las dos tentaciones del demonio, los dos extremos demoníacos: el de la soberbia intelectual artística, por un lado; y por otro, el demonio del instinto desbordado, de la carne y la lujuria. Así, lo planteo en términos cristiano.
* José Donoso. Diarios tempranos. Donoso in progress, 1950-1965. p. 142-143