EL día primero del año tiene en Las Viñas algo de plácida rutina. No hay nada que delate una noche de excesos ni esa alegría rabiosa, espumeante y un tanto epiléptica de las nocheviejas.
Las nocheviejas sólo tienen de aceptable el nombre: La noche de San Silvestre. Me dan ganas de abandonar todo proyecto y empezar una novela, con sombras románticas, cuyo título sea ése: La noche de San Silvestre. Es imposible pararse en un escaparate y no sucumbir a un libro con ese título.
En una novela así podría ocurrir de todo. Yo normalmente todos los año nuevos tomo esta determinación: escribir una novela. Luego las cosas vuelven a sus fueros y la novela se queda sin escribir. Alimentarse de ilusiones llena la cabeza y deja limpias las venas, por donde la sangre discurre con despreocupación.
Miro por la ventana. Todavía no ha amanecido y el cielo tiene un color tizón. Por lo demás se adivina en los montes un vago resplandor azul, a cuya luz los árboles, el camino, una casa a lo lejos, parecen bordados con hilaza tosca, como algunos tapices del Renacimiento.
Hace tanto frío en la casa que voy a escarbar un poco en el fuego de la noche anterior y apenas si descubro tres o cuatro brasas, tres o cuatro broches fríos entre la ceniza helada.
Me gustaría escribir una novela. Siempre que se me ocurre una idea tan original, las ansias me sobrevienen de repente. Es decir, me gustaría ponerme a escribirla esta misma mañana y tenerla lista para la hora de comer. La tarde la dedicaría a hacer algún retoque de estilo, algunos detalles, cosa de poco. A la hora de la cena la tendría lista para el editor. El día de Año Nuevo me pone, en este aspecto, más apetente que nunca. De modo que sí. Voy a escribir ahora mismo una novela. Tampoco una obra maestra. Hasta cuando se sueña conviene ser modestos.
Mi novela transcurre en la noche de San Silvestre, y principia en una estación vacía. El ferrocarril tiene mucha tradición literaria a las espaldas. Por otra parte esta novela mía se vendería en los kioscos de estación. Hay que pensar en todo. La diferencia entre un novelista y un poeta es ésa: el poeta presume de no pensar en nada. El novelista no deja nunca un cabo suelto. En fin.

Un hombre toma el tren en una ciudad pequeña de Inglaterra.
¿Por qué Inglaterra? En Inglaterra, o en cualquier otro sitio lejos de aquí, las cosas suceden más fácilmente.
En cada vagón apenas viajan tres o cuatro personas. Muchos compartimentos están vacíos, pero con la luz encendida. Una mujer de edad indeterminada mira con desinterés por la ventanilla. Le ha tendido al revisor el billete sin ni siquiera levantar la cabeza. Al poco rato, de una de esas miserables, silenciosas y desiertas estaciones, sube un hombre. Es un tipo vulgar. Con paso de can recorre todo el tren. El vagón va vacío y él regresa para colarse en el compartimento donde viaja esta mujer. Se sienta frente a ella, saca tabaco y le ofrece un cigarrillo… Por una de esas fatalidades que hacen posibles las novelas y las obras de arte, la mujer acepta. A los diez minutos, hablan ya animadamente. Según ella cree entender, el hombre va a reunirse con una amiga. Todo muy inconcreto. A la media hora ella le hace una rara proposición: que la acompañe esa noche y se haga pasar por su esposo. Escribo esposo y no marido porque hay que dar la impresión de que se trata de una novela traducida. Trabajarán los dos: ella de doncella y él de mayordomo o camarero.
Ella acude a Madness Castle, en el condado de Essex, contratada esa noche para servir la cena de fin de año a los condes de X, un viejo matrimonio sin hijos. La envían de una agencia de Londres. El hombre, después de titubear, acepta. Al fin y al cabo, el plan de su amiga pasaba por cena con simulacro de felicidad conyugal, etcétera. Todo bastante triste. Sin demasiadas explicaciones. Las explicaciones sólo les sirven a los críticos, que las necesitan para saber por qué van a hablar mal de una obra.
Lo malo de las novelas no es ni siquiera terminarlas. Lo peor es lo de en medio. En esta novela mía puedo hacer que esa extraña pareja asesine a los condes de X, les roben y se fuguen a Escocia. Que quien asesine sea el desconocido que subió al tren. O mejor: en realidad la mujer del tren es la misma condesa de X, una solterona ciclónica y arruinada, que se dedica a viajar por Inglaterra buscando hombres que llevarse a su casa. Lo que haga con ellos allí es cosa de poca monta, lo mismo que los viole que los haga jabón. Al arte esos detalles le preocupan poco. ¡Qué sé yo!
Me temo que la novela no estará lista para el mediodía. Me alegro. Si la hubiera terminado, me habría estropeado el paseo de la tarde porque tendría que quedarme a corregirla.
Perdiendo el tiempo de esta manera, se ha hecho de día. El Año Nuevo salió de entre las sombras como esas heroínas que empiezan el día asomando un pie deliciosamente pequeño y blanco de entre sábanas de raso. La escarcha lo cubría todo y los olivos tenían la quietud del invierno. Durante una media hora se dejaron escuchar los ruidos de siempre: un perro a lo lejos, algunos jilgueros y el escándalo de un pavo que todas las mañanas merodea por el jardín. No sé cómo no se lo han comido todavía. Lo está pidiendo a gritos.
Todas estas criaturas parecían dar cuentas al sol al mismo tiempo. El sol, indiferente a las explicaciones de sus criaturas, subía con cierta dificultad los escalones helados de las nubes. Para ser Nuevo, da la impresión de que el año empieza demasiado Viejo.
Al rato baja la niebla. Lo cubre todo como un manto. La imagen está manida, pero resulta no sólo verosímil sino eficaz. Poco a poco todo ha quedado cubierto por esa niebla azulada y el campo se veló como un viejo daguerrotipo al que el tiempo robó el color y los contornos.
*Andrés Trapiello. El gato encerrado (Diario 1987). Valencia: PRE-TEXTOS, 2010 [1998]. pp. 17-20